DESTINO BUENOS AIRES
De esta manera, los tres aviones de correo de la Patagonia, Chile y Paraguay regresaban del sur, del oeste y del norte hacia Buenos Aires. Allí se esperaba su cargamento, para que pudiese despegar hacia la medianoche el avión hacia Europa.
Tres pilotos, cada uno tras una cubierta de motor pesada como una barcaza, perdido en la noche, evaluaban su vuelo y, al acercarse a la ciudad inmensa, bajarían lentamente de su cielo tormentoso o en calma, como extraños campesinos que descienden de sus montañas.
Rivière, responsable de toda la operación, caminaba de arriba para abajo por la pista de aterrizaje de Buenos Aires. Permanecía en silencio, pues, hasta la llegada de los tres aviones, el día no presagiaba nada bueno para él. Minuto a minuto, a medida que le llegaban los telegramas, Rivière era consciente de que le arrebataba algo al destino, de que reducía gradualmente lo desconocido, de que sacaba a sus tripulaciones de la noche hasta la orilla.
Uno de los hombres se acercó a Rivière para comunicarle un mensaje transmitido por radio.
El correo de Chile anunciaba que divisa las luces de Buenos Aires.
Bien.
Pronto Rivière oiría ese avión; la noche abandonaba ya a uno de ellos, como un mar, lleno de flujo y reflujo y misterios, abandona en la orilla el tesoro que ha zarandeado tanto tiempo. Y más tarde, devolvería a los otros dos.
Entonces, el trabajo de este día habría terminado. Entonces, las tripulaciones, cansadas, se irían a dormir, para ser reemplazadas por otras de refresco. Pero Rivière no tendría reposo: el correo de Europa, a su vez, lo llenaría de inquietud. Y así sería siempre. Siempre.
Antoine de Saint‐Exupéry. Vol de Nuit.
© Éditions Gallimard